miércoles, 1 de octubre de 2025

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario (C)

5-10-2025                   DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO (C)

                                          Hab. 1, 2-3; 2, 2-4; Slm. 94; 2 Tim. 1, 6-8.13-14; Lc. 17, 5-10

Queridos hermanos:

            - En las lecturas de hoy escuchamos el salmo 94, que es el salmo con el que siempre se abre la liturgia de las horas que recita la Iglesia a diario. Voy a fijarme hoy concretamente en las siguientes palabras del salmo: “Ojalá escuchéis hoy su voz: ‘No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.’”

¿Qué es eso de Meribá y de Masá? Se nos cuenta en el libro del Éxodo, del Antiguo Testamento, que Dios liberó por medio de Moisés a los israelitas de la esclavitud de Egipto. Salieron los israelitas de este país por entre las aguas del mar Rojo (Éxodo, capítulo 14); enseguida el Señor los alimentó con el maná y con codornices sin fin (Éxodo, capítulo 16), pero, a pesar de haber visto tantos regalos y milagros de Dios, los israelitas protestaron pronto contra Dios. Efectivamente, en el capítulo 17 del Éxodo se nos cuenta el episodio de la fuente Meribá y de Masá. Leo el texto: “Cuando acamparon en Refidím, el pueblo no tenía agua para beber. Entonces acusaron a Moisés y le dijeron: ‘Danos agua para que podamos beber’ […] El pueblo, torturado por la sed, protestó contra Moisés diciendo: ‘¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Sólo para hacernos morir de sed, junto con nuestros hijos y nuestro ganado?’ Moisés pidió auxilio al Señor […] El Señor respondió a Moisés: ‘Pasa delante del pueblo, acompañado de algunos ancianos de Israel, y lleva en tu mano el bastón con que golpeaste las aguas del Nilo […] Tú golpearás la roca, y de ella brotará agua para que beba el pueblo’. Así lo hizo Moisés, a la vista de los ancianos de Israel. Aquel lugar recibió el nombre de Masá –que significa ‘Provocación’– y de Meribá –que significa ‘Querella’– a causa de la acusación de los israelitas, y porque ellos provocaron al Señor, diciendo: ‘¿El Señor está realmente entre nosotros, o no?’” (Ex. 17, 1-7).

El pueblo de Israel provocó y se querelló contra Dios, a pesar de todo lo que le habían visto hacer en los días anteriores. Dios les había mostrado su amor liberándoles de la esclavitud, de la muerte, de los duros trabajos. Dios les había mostrado su amor dándoles de comer maná y codornices. Dios les iba a mostrar su amor dándoles agua para calmar su sed en el desierto, pero antes de que pudiera hacerlo, los israelitas protestaron: provocaron (Masá) a Dios y se querellaron (Meribá) contra Él, como si fuese cualquier vecino de acera o cualquier vecino de piso. A pesar de todo el amor de Dios manifestado a los israelitas, estos endurecieron su corazón contra Dios. Por eso el salmo 94 nos advierte hoy: Ojalá escuchéis hoy su voz: ‘No ENDUREZCÁIS EL CORAZÓN como en Meribá, como el día de Masá en el desierto.” Nosotros somos en muchas ocasiones como los israelitas, y endurecemos el corazón rápida y fácilmente:

* Endurece el corazón el hombre contra Dios cuando no quiere saber nada de Él y le protesta y le grita y le echa cosas y acontecimientos en cara.

* Endurece el corazón el hombre contra Dios cuando le da la espalda de hecho y hace su vida sin tenerlo en cuenta. Así, este hombre de corazón duro y endurecido abandona la lectura de la Palabra de Dios, los sacramentos, la comunidad eclesial…

            * Endurece también el corazón cuando un marido no hace caso a su mujer por la enfermedad crónica de ésta, y la llama loca. O si la mujer hace lo mismo o parecido con su marido.

            * Endurece el corazón un conductor en el coche cuando vocifera y hace valer su derecho y su preferencia sobre los demás.

            * Endurece el corazón el hombre contra sus hermanos y familiares cuando en el reparto de la herencia quiere apropiarse de lo que le corresponde… y de lo que no le corresponde.

            * Endurece el corazón en el tribunal eclesiástico el marido contra la mujer, y la mujer contra el marido cuando sueltan por sus bocas todo el resentimiento que llevan.

            * Endurece el hombre su corazón cuando no acoge al otro o cuando lo juzga o cuando murmura contra él o cuando lo rechaza o cuando se burla de él.

Al cabo del día endurecemos nuestro corazón contra Dios o contra los hombres en varias ocasiones. Si nos examinamos detenidamente, comprenderemos la verdad de lo que se dice en la Palabra de Dios y en los ejemplos anteriores. Seguro que, de una forma u otra, nos hemos visto reflejados.

¿Qué solución queda ante esto? Pienso que la solución es orar al Señor, el cual, a través del profeta Ezequiel, nos dice: “Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez. 36 25). ¡¡¡Sí, Señor, arráncanos nuestro corazón de piedra, nuestro corazón endurecido y danos un corazón de carne para relacionarnos contigo y con los demás!!!

- ¿Cómo y cuándo sé yo que mi corazón de piedra y endurecido se va transformando en un corazón de carne? Las lecturas de hoy nos dan algunas claves para percibir este cambio y transformación:

* “El justo vivirá por su fe”. Mi corazón se ablanda y se vuelve más de carne cuando vivo de la fe en Cristo Jesús, el cual pasa a ser poco a poco el centro de mi vida y de mi pensamiento (lectura del profeta Habacuc).

* “No te avergüences de dar testimonio de mi Señor.” Mi corazón se ablanda y se vuelve más de carne cuando no me avergüenzo de dar testimonio ante el mundo y ante los hombres de mi condición de creyente, de cristiano y de miembro activo de la Iglesia católica (lectura de S. Pablo a Timoteo).

* Mi corazón se ablanda y se vuelve más de carne cuando tomo parte sin temor alguno “en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios” (lectura de S. Pablo a Timoteo).

* Guarda este precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. Mi corazón se ablanda y se vuelve más de carne cuando guarda las palabras del Señor, sus enseñanzas y su modo de comportarse como algo precioso y digno de amar (lectura de S. Pablo a Timoteo).

* “Auméntanos la fe.” Mi corazón se ablanda y se vuelve más de carne cuando se ve uno necesitado de mendigar al Señor más fe y uno pide que se la aumente (evangelio).

* Mi corazón se ablanda y se vuelve más de carne cuando, siendo dóciles al Señor y a su Santo Espíritu, uno clama: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (evangelio).

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (C)

28-9-2025                   DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO (C)

                                                               Am. 8, 4-7; Slm. 112; 1 Tim. 2, 1-8; Lc. 16, 1-13

PECADO-PERDON-CONVERSION (II)

Homilía en vídeo.  

Homilía de audio.  

Queridos hermanos:

            Reflexionábamos el domingo pasado sobre el pecado. Os decía que sólo el hombre que está cerca de Dios puede verse pecador. Quien ve a Dios, ve la santidad de Dios y, al mismo tiempo, ve su propio pecado; pero, a la vez, quien ve a Dios y ve su propio pecado, ve el perdón de Dios para con el hombre pecador. Dios no nos “restriega” nuestro pecado en las narices. Nos lo muestra y, a la vez y sobre todo, nos ofrece su perdón.

            - El perdón de los pecados está en el corazón del anun­cio evangélico. Jesús declara repetida­mente que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido y no se contentó sólo con exhortar a los pecadores a que se convirtie­sen e hiciesen penitencia, sino que acogió a los pecadores para reconciliarlos con el Padre y les perdonó todos sus pecados. Como escuchamos el domingo pasado, Jesús comió con publicanos y pecadores y su comprensión hacia el pecador la expresó en varias parábolas (la oveja perdida, el hijo pródigo).

            Con el mensaje de la reconciliación ofrecido por Dios a los hombres se abarca la práctica totalidad del mensaje de la salva­ción. La reconciliación es el primer fruto de la redención. Lo mismo que el pecado supone, como veíamos el otro domingo, una triple ruptura: con Dios, con los demás y con uno mismo. El perdón de Dios supone la reconciliación del pecador con Dios, con los demás y con uno mismo. En efecto, la reconciliación 1) restablece a los hombres en su verdad más profunda y les conduce a la comunión con Dios a la que están ordenados desde su creación. Dios reconciliador alcanza al hombre en su interioridad más profunda, dándole un corazón nuevo y haciéndole participar del Espíritu y de sus dones que lo sitúan en una nueva forma de existencia. 2) Con la reconciliación el hombre, que estaba desgarrado por el pecado, reencuentra su unidad interior y su libertad más auténtica y se hace capaz de vivir conforme a su dignidad perso­nal. 3) El hombre reconciliado está capacitado para establecer una relación amorosa y auténtica con los demás. Se hace próximo a sus hermanos dando lugar a unas relaciones fundadas sobre el recono­cimiento de la dignidad del otro, de la justicia y de la paz.

            Además, la plena reconci­liación de todos los hombres se extiende a su vez a toda la creación. Recordemos el texto de Is. 11, 6ss. (“El león y el cordero pastarán juntos, la pantera con el ternero, no habrá estrago por todo mi monte santo.”) De aquí también viene eso que se nos cuenta de S. Francisco de Asís y su trato con el lobo que aterrorizaba a una comarca en Italia (Arezzo).

            - La reconciliación es un regalo de Dios que sólo podemos recibir, ya que se nos da sin mérito alguno de nuestra parte; pero, a la vez, cada uno debe conquistarlo con esfuerzo y lucha personal y, ante todo, mediante un cambio total interior, una conversión radical de toda la persona, una transformación profunda de la mente y el corazón.

            El hombre que se convierte 1) abandona cuanto le tenía alejado de Dios, rompe con su autosuficiencia -sus idolatrías y pecado-, renuncia a su actitud fundamental enfocada a la autoseguridad para dejarle todo el espacio a Dios en su vida. 2) Dios es para el hombre convertido en el criterio último y definitivo de su obrar. 3) El hombre convertido pasa a tener una confianza abso­luta en Dios y una firme esperanza en El. 4) El convertido ve operarse en él como un nuevo nacimiento, el surgimiento de una nueva criatura que reconoce que no hay, fuera de Dios, poder alguno al que debamos someter nuestra vida ni del que podamos esperar la salvación.

            La conversión, por su misma naturaleza, es ante todo y primariamente una realidad personal. Acontece en la intimidad de la persona, en su encuentro con Dios, y conlleva una honda modi­ficación de la orientación existencial que marca, a partir de entonces, la conducta total. La conversión es una transformación interior, perso­nal e intransferible,  que llega hasta el último fundamento del ser del hombre.

            Esta conversión supone, como en el caso del hijo pródigo, un darse cuenta de que uno se alejado libremente de Dios, que este alejamiento sólo ha traído consigo vacío, sole­dad, ruina y miseria. Uno se reconoce a sí mismo desilusionado por el vacío que lo había fascinado. En este momento es cuando se arrepiente de su egoísmo, de su autosufi­ciencia.  Por todo ello, el pecador se arre­piente y decide volver toda su persona a Dios; decide corregirse, no sólo en tal o cual punto concreto, sino cuestionarse a sí mismo en la totalidad del propio ser y disponerse para el cambio sin reser­vas. En efecto, como nos dice Jesús en el evangelio, Dios nos quiere por entero, no sólo una parte de nosotros: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.”  Y es que la conversión exige la ruptura con el viejo mundo de pecado, como uno que ha sido alcohólico-ludópata-drogadicto y ya no puede volver a beber-jugar-tomar drogas nunca más ni a frecuentar determinados ambientes y personas.  La conversión supone la decidida voluntad de no volver a pecar. Ello se realiza normalmente en un lento y laborioso proceso de madura­ción y de vida nueva, con altibajos y aún sus retrocesos prosi­guiendo el camino hacia adelante, a pesar de las recaídas, con humildad y confianza, puestos los ojos en Aquél que nos busca y sale al encuentro. Y es que tenemos la total confianza en lo que hoy se nos dice en la segunda lectura: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.”

Voy a leer a continuación un relato de un soldado americano, que ilumina muy bien todo lo que he ido diciendo hasta ahora. Este soldado murió en el norte de África durante la segunda guerra mundial. En un bolsillo se le encontró un papel en donde ponía lo siguiente: “¡Escúchame, Dios mío!, nunca te había hablado; pero ahora quiero decirte: ‘¿Cómo te encuentras?’ Escucha, Dios mío; me dijeron que no existías y como un tonto me lo creí. La otra tarde, desde el fondo de un agujero hecho por un obús, vi tu cielo… De pronto me di cuenta de que me habían engañado. Si me hubiera tomado tiempo para ver las cosas que Tú has hecho, me habría dado cuenta de que esas gentes no consentían en llamar al pan, pan. Me pregunto, Dios, si Tú consentirías en estrecharme la mano… Y, sin embargo, siento que Tú vas a comprender. Es curioso que haya tenido que venir a este sitio infernal antes de tener tiempo de ver tu rostro. Te quiero terriblemente; quiero que lo sepas. Ahora se va a dar un combate horrible. ¿Quién sabe? Puede ser que llegue yo a tu casa esta misma tarde… Hasta ahora nunca habíamos sido camaradas, y me pregunto, Dios mío, si Tú me vas a estar esperando a la puerta. Mira, ¡estoy llorando! ¡Yo, derramando lágrimas! ¡Ah, si te hubiera conocido antes…! ¡Bueno, tengo que irme! Es extraño, pero desde que te he encontrado ya no tengo miedo a morir. ¡Hasta la vista!” Este es un modelo de un hombre que vivió de espaldas a Dios, que se encontró con El y que se convirtió, aunque no tuvo tiempo vivir terrenalmente en el día a día su amor por Dios.

Os deseo una feliz reconciliación y conversión a todos.

sábado, 13 de septiembre de 2025

Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

14-9-2025                   DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO (C)

                                                Ex. 32, 7-11.13-14; Slm. 50; 1 Tim. 1, 12-17; Lc. 15, 1-32

PECADO-PERDON-CONVERSION (I)

Homilía en audio.  

Homilía de audio 

Queridos hermanos:

            - Las lecturas que nos propone hoy la Iglesia para nuestra reflexión nos hablan mucho del pecado y de pecados concretos. 1ª lectura: “En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: - ‘Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios.’” En la 2ª lectura se dice: “Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente.” En el evangelio también se nos habla de pecado, por ejemplo, cuando Jesús nos narra la parábola del hijo pródigo.

Estas lecturas no las podremos entender nunca en toda su profundidad si no somos capaces de vernos como pecadores, como grandes peca­dores, que lo único que merecemos es el alejamiento eterno de Dios. Esto lo experimentó profundamente S. Pablo: Eso que él era un judío fervoroso desde su más tierna edad; eso que él era un fiel cumplidor de todas las prescripciones judías y, sin embargo, fijaros lo que él dice de si mismo una vez que hubo conocido cara a cara a Jesús: "Yo era antes un blasfemo, un perseguidor y un violento... Yo no era creyente y no sabía lo que hacía... Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero". Por eso el hombre pecador suele exclamar desde lo hondo de su corazón lo del salmo 50: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.” Sólo el que de entre nosotros se reconozca como pecador…, sólo ése podrá descubrir lo que nos enseñan hoy las lecturas: el amor tan grande que Dios tiene por todos los pecadores del mundo. Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.”

            - Pero vayamos por partes. Vamos en la homilía de hoy a meditar un poco sobre el pecado. ¿Qué es el pecado? El concepto de pecado, sólo puede ser interpretado adecuada­mente en el contexto de las relaciones con Dios. Únicamente en nuestra confrontación con la santidad de Dios o con su bondad y misericordia presentes en el Crucificado es donde descubrimos la verdad de nuestros pecados. De tal manera que la persona que no vea sus pecados (concretos, no un vago sentimiento de sen­tirse con fallos), se puede decir que no ha descubierto a Dios. Pero a la vez, el descubrimiento de nuestros pecados ante Dios, conlleva el percibir su perdón y misericordia. Todos los hombres nos hallamos bajo el pecado, pues todos han pecado. Los hombres nacemos en el seno de una sociedad en la que impera el egoísmo, la mentira, la opresión, la eliminación del otro...  Esto nos marca profundamente, pues todo lo que somos, lo somos junto con los otros. Nadie escapa de esta tenden­cia al pecado, pues está en todos y en cada uno. "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos" se dice en la 1ª carta de S. Juan.

            El pecado consiste en una acción humana, que, en último término, se opone a Dios. Rechaza el amor de Dios, trata de construir su mundo al margen de Dios. El pecado actual quizá no es vivir contra Dios, sino de espaldas a Él.

            - El pecado, todo pecado, da lugar a una triple ruptura: * Ruptura del hombre con Dios: Con nuestro pecado no nos fiamos de Dios, queremos ser felices por nuestros propios medios. * Ruptura del hombre con los demás: por el pecado, el hombre alejado de Dios, se convierte en un extraño y en un enemigo para sus propios hermanos; actúa contra ellos injusta y violentamente; viola su dignidad de personas y rompe la convivencia pacífica. (Iraquíes que, al invadir Kuwait en 1990, sacaban los ojos con destornillador a sus prisioneros). * Ruptura del hombre consigo mismo: Sí, el hombre rompe consigo mismo, porque está roto por dentro, ya que estamos hechos para amar a Dios y al prójimo y, sin embargo, los hemos rechazado para mirar sólo nuestro bien.

            El pecado tiene siempre un carácter personal. Es un acto libre de la persona individual, pero todo pecado, incluso el más ínti­mo, repercute en los demás, es decir, tiene un carácter social. Nuestra sociedad está enferma cuando niños de 12 años matan a otro niño de 10 años, como en Inglaterra hace unas semanas. Nuestra sociedad está enferma cuando niños de 12 años pegan palizas a otros compañeros suyos en el colegio o los empujan al suicidio. Pero, además, el pecado también afecta a la comunidad, a la Iglesia. El cristiano, pecando ofende inseparablemente a la Iglesia. Rechazando el amor de Dios, se rechaza a la Iglesia. Su santidad queda afectada; su eficacia en el mundo se disminuye y la luz de Cristo se hace menos transparente.

- En ocasiones hay gente que me pregunta cuál es la diferencia entre pecado mortal o grave y pecado venial. No todos los pecados cometidos por los hombres tienen la misma gravedad. Ya en cierta medida se hace una distinción entre pecados en el Nuevo Testamento, vg. en 1 Jn 5, 16-17: "Si uno se da cuenta de que su hermano peca en algo que no acarrea la muerte, pida por él y Dios le dará vida. Digo los que comenten pecados que no acarrean la muerte. Hay un pecado que acarrea la muerte; no me refiero a ése cuando digo que rece. Toda injusticia es pecado, pero hay pecados que no acarrean la muerte." Asimismo el mismo S. Pablo en varias ocasiones nos habla de pecados que apartan de Dios, vg. en 1 Co 6, 9-10: "¿Ha­béis olvidado que la gente injusta no here­dará el reino de Dios? No os llaméis a engaño: los inmora­les, idólatras, adúlteros, invertidos, sodomitas, ladrones, codicio­sos, borrachos, difamado­res o estafadores no heredarán el reino de Dios." Podríamos alegar más textos en los que se apoya la doctrina de la Iglesia sobre la existencia de pecados graves o mortales y pecados veniales.

En definitiva, se llama pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, rechaza también al prójimo, prefi­riendo volverse a sí mismo, hacia alguna realidad creada y finita, hacia algo contrario a la voluntad divina. Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de deso­bediencia a los mandamientos de Dios en materia grave. El hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con su prin­cipio vital: es un pecado mor­tal, o sea un acto que ofende grave­mente a Dios y termina por volverse contra el mismo hombre con una oscura y poderosa fuerza de des­trucción.

            Los pecados veniales son los actos humanos, que, sin romper la comunión y la amistad con Dios y sin apartarlo de su gracia, contradicen el amor de Dios y hacen que el hombre se detenga en su camino hacia Dios, y le debilitan para vivir aquella comunión  con El. El cristiano no debe pensar que los pecados veniales, por el hecho de que no le apartan de Dios, son algo de poca importan­cia en su vida. Quien consiente, de modo habitual, en estos pecados, se coloca en un plano inclinado que le conduce al pecado grave y se va alejando poco a poco de Dios. Las personas que viven en un plano de complacencia de los sentimientos, de búsque­da de comodidades, terminan, casi de manera inevitable, viviendo sistemáticamente de espaldas al Evangelio. Los pecados veniales no privan de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna, mientras que tales privaciones es preci­samente consecuencia del pecado mortal.

            - Antes la pregunta de saber cómo y cuándo mis pecados son mortales o veniales, la Iglesia nos da varias pautas que quizás os parezcan un poco abstractas, pero es con la intención de que os sirvan a todos:

            * En primer lugar es la conciencia la que nos dice cuándo una acción nuestra es pecado ante Dios, ante la Iglesia y ante los demás, y esa misma conciencia nos dice si ese pecado es grave o venial. El problema se plantea cuando lo que es pecado grave para uno, sin embargo, para otro no lo es. Esto depende de las circunstan­cias concre­tas de cada persona y de cada lugar. Voy a poner un ejem­plo muy concreto: la Misa. Es doctrina de la Iglesia que faltar a Misa un domingo es pecado grave. Ya en la carta a los Hebreos se queja S. Pablo de las faltas de cristianos a las Eucaristías: "No abando­néis las asambleas como algunos suelen hacerlo, sino más bien animaos unos a otros" (Hbr 10, 25a). Pero no es lo mismo esta falta en una persona que en otra, vg. no es lo mismo si falta a Misa una persona enferma o anciana, que en otra sana. No es lo mismo tampoco en cuanto al lugar, vg. si una persona falta a Misa en Oviedo (en donde hay Misas a cada hora y en cada esquina), estando en buena salud, que otra persona que tuvie­se que andar dos hora de camino por malos caminos de piedras y barro para poder acercarse a la igle­sia.

* Asimismo y conectado con lo anterior hay otro problema más grave que está subya­cente y es el de la conciencia bien o mal formada. Todos los cristianos tenemos la obligación de formarnos para conocer el Evangelio de Jesús y la doctrina de la Iglesia (con estudio personal y con re­uniones en nuestras parroquias o grupos cristianos). Y éste es hoy uno de los grandes pecados actuales, el no formarnos, el huir de la forma­ción de nuestras conciencias. ¿Qué hacemos, concretamente, para formarnos como cristianos y para formar nuestra conciencia? Por lo tanto, en segundo lugar la lectura espiritual y el estudio de las cosas de Dios, a través de la Biblia y de la doctrina de la Iglesia, nos ayudarán a discernir cuándo una acción concreta es pecado mortal o venial.

            * En tercer lugar, respecto a la materia existen algunos temas que por sí mismos ya son pecado grave, por ejemplo, lo contenido en los diez mandamientos. Aunque también es cierto que dentro del pecado mortal haya más o menos agravantes o atenuantes: por ejemplo, el lugar, la formación y la educación de la persona, la salud, la falta de libertad, etc.  Habría que ver cada caso en particular.

            * En cuarto lugar la consulta a personas preparadas, vg. sacerdotes, bien sea en una conversación normal, durante la confesión o durante la dirección espiritual.